Revista D de El Dínamo publicó la siguiente columna del gerente general de Quiñenco, Francisco Pérez Mackenna:
En mayo de 1930, dos hermanos, Louis y Caroline Bamberg, donaron US$ 5 millones, de los US$ 11 millones que habían recibido por la venta de su negocio a Macy´s, para la fundación del Institute for Advanced Study. El objetivo era establecer un centro académico bajo la visión educativa de Abraham Flexner, para reunir a connotados intelectuales en la tranquilidad del campus de la Universidad de Princeton, donde, sin presión alguna, explorarán lo desconocido. La idea, inspirada en un artículo de Flexner titulado La utilidad del conocimiento inútil, era generar conocimiento sin esperar ninguna utilidad inmediata, pues la curiosidad -decía el autor-, más que la aplicación práctica, había originado los hallazgos más beneficiosos para la humanidad.
Así fue como al Instituto llegaron, a principios de los años 30, científicos como John Von Newmann, Kurt Gödel y Albert Einstein. Fue allí donde Von Newman diseñó la primera computadora, Maniac, la que da título al libro de Benjamín Labatut. A pesar de que con ese aparato se hicieron los cálculos para el desarrollo de la bomba de hidrógeno, lo que explotó fue el uso del computador, que ha evolucionado y se ha masificado desde entonces.
Lo interesante de este ejemplo es que puede ser imitado hoy por un país como el nuestro, si nos proponemos crear un polo de desarrollo centrado en el capital humano. Cuando se piensa en el dinamismo de la economía, solemos concentrarnos sólo en las cosas o las actividades que aparentemente lo impulsan (cobre, litio, salmones, celulosa, etc.) más que en las personas, que son el eje del desarrollo humano y del crecimiento del ingreso per cápita.
¿Por qué enfocarse en el capital humano? Porque tiende a generar un efecto parecido a la fuerza de gravedad: mientras más se acumula en un lugar, más se atrae a ese lugar. Así como, según Einstein, la masa curva el espacio-tiempo atrayendo lo que se acerca, el capital humano curva el espacio-conocimiento congregando a los sabios. Es lo que sucedió en ese Instituto, o lo que pasa hoy en Sillicon Valley, o incluso en las ligas de Europa con los talentos de fútbol.
La oportunidad para Chile puede ser ahora, ya que, así como en los años 30 los científicos arrancaban de la Alemania Nazi dirigiéndose a Princeton, hoy el clima de falta de tolerancia por la diversidad de pensamiento instalado en algunas universidades del hemisferio norte puede crear una disposición a migrar mayor a la habitual.
Chile tiene lo más difícil: un país dotado generosamente por la naturaleza y el clima, un hábitat ideal para radicarse. Comparativamente hablando, es capaz de ofrecer calidad de vida, buenas instituciones, tradición democrática, aún bajas tasas de criminalidad respecto de la región donde está emplazado y un ingreso per cápita medio. Por supuesto que no todo es miel sobre hojuelas. Tenemos una permisología casi patológica, una delincuencia al alza de la mano del crimen organizado e impuestos que gravan más que proporcionalmente al capital humano.
Sin embargo, también hay zonas con potencial para atraer a las élites del saber. Partiendo por la astrofísica por la calidad de sus observatorios, y terminando con una industria de la salud que bien puede transformarse en una de clase mundial. ¿Por qué no imaginarse un instituto como el de Princeton en Valdivia, Santiago, Copiapó o cualquier otro lugar? El punto de partida es proponernos esa ambiciosa meta de largo plazo como país, y plantar la semilla para construir un polo de desarrollo de clase mundial.